Al principio, parecía solo una simple alergia. Le había empezado a picar sin control, con manchas rojas que le aparecían por la piel en grupos intensos que parecían sarpullidos. Pensé que era algo menor, quizá una reacción a un nuevo detergente o una intolerancia alimentaria. Estas cosas pasan a menudo, y normalmente, una visita rápida a la farmacia, un par de antihistamínicos y algunas cremas calmantes bastan para solucionar el problema. Esa era mi expectativa. Pero a medida que pasaban los días, la picazón no desaparecía. Se intensificaba. El enrojecimiento se extendía, se inflamaba más, y las noches sin dormir se volvían insoportables. Verla dar vueltas en la cama de dolor, sin encontrar ni un momento de alivio, me llenaba de pavor.
Probamos todo lo que parecía lógico para lo que creíamos que era una alergia: lociones refrescantes, medicamentos sin receta, baños de avena, remedios naturales que se comentaban en foros de internet. Nada funcionó. En cambio, las zonas enrojecidas parecieron intensificarse, la irritación empeorando hasta que incluso el roce de una sábana contra su piel la hizo estremecer. La frustración en sus ojos y el agotamiento en su voz se volvieron imposibles de ignorar. Para entonces, supe que habíamos cruzado la línea de la incomodidad común a algo completamente distinto.
En cuanto entramos en la consulta del médico, esperé que me tranquilizara. Pensé que me miraría la piel, tal vez me recetaría antihistamínicos más fuertes y nos mandaría a casa con la promesa de que se me pasaría en una o dos semanas. Pero en cambio, vi cómo cambiaba la expresión del médico al acercarse, con los ojos entrecerrados. Hizo preguntas tranquilas pero precisas: ¿cuánto tiempo llevaba ocurriendo esto?, ¿había tenido fiebre, pérdida de peso, sudores nocturnos? Su tono pasó de informal a clínico, y la charla informal fue sustituida por instrucciones rápidas a la enfermera. Solicitó análisis de sangre, escáneres y otras pruebas con una urgencia para la que no estaba preparada.
Sentado en esa habitación blanca y estéril, escuchando los pasos apresurados del personal médico, sentí un frío terrible en el estómago. Algo andaba mal. Muy mal. Los días siguientes fueron un torbellino de salas de espera, resultados de laboratorio y conversaciones en voz baja, casi inaudibles. Y entonces, por fin, llegó el diagnóstico. No era una alergia. No era algo sencillo. Era cáncer.
Esa sola palabra destrozó la frágil esperanza a la que me había aferrado. Sentí que el aire se me escapaba, como si la habitación se hubiera derrumbado de repente. El médico habló con cuidado, eligiendo sus palabras con la solemne gravedad que da años de dar noticias devastadoras. Pero apenas podía oírlo. Mi mente estaba fija en esa palabra —cáncer—, resonando sin cesar, más fuerte que cualquier otra cosa.
Se sentó en silencio, con el rostro pálido, las manos apretadas sobre el regazo. Quería ser fuerte por ella, decirle algo tranquilizador, prometerle que todo estaría bien. Pero la verdad es que estaba igual de aterrorizado. Todos esos pequeños momentos en los que lo descarté como “probablemente nada” se repetían en mi mente, llenándome de culpa. Estaba tan segura de que solo era una alergia, tan segura de que no había motivo para preocuparse. Ahora, al ver su frágil cuerpo bajo las duras luces del hospital, me di cuenta de lo rápido que la vida puede dar un vuelco.
Los días siguientes estuvieron llenos de más pruebas para determinar el estadio de la enfermedad y las opciones de tratamiento disponibles. Se mencionó la quimioterapia, la radioterapia y las terapias dirigidas. Cada posibilidad tenía sus propios riesgos y efectos secundarios, cada uno más duro que el anterior. Ella escuchaba en silencio, asintiendo cuando los médicos hablaban, mientras yo tomaba notas e intentaba seguir la jerga médica. Pero en sus ojos, pude ver miedo y una fuerza casi desafiante, como si ya hubiera decidido que lucharía, pasara lo que pasara.