La relajante escapada a la playa de Miriam se hizo añicos cuando cruzó la mirada con su hija Pamela y su yerno al otro lado del vestíbulo del hotel, las mismas personas a las que había enterrado con lágrimas en los ojos cinco años antes. Con el corazón desbocado, tuvo que decidir: enfrentarse a los fantasmas que tenía ante ella o dejar que se escabulleran entre la multitud bañada por el sol.
Miriam salió de la lanzadera del aeropuerto, inhalando profundamente. El aire salado de las Bahamas le llenó los pulmones, lo cual fue un cambio bienvenido respecto a la congestionada cabina del avión.
A sus sesenta y cinco años, hacía tiempo que debía haber tomado estas vacaciones. Cinco años de dolor habían hecho mella en Miriam, marcándole líneas alrededor de los ojos y la boca que antes no tenía.

Los suelos de mármol resonaban con el parloteo de turistas excitados y el tintineo de los carritos de equipaje, y Miriam se quedó mirando todas sus caras felices, esperando acabar sintiéndose igual que ellos.

“Bienvenida al Ocean Club, señora. ¿Me da su nombre para el registro?”. La alegre voz de la recepcionista sacó a Miriam de sus pensamientos.
“Leary. Miriam”, respondió, sacando el carné del bolso.
Mientras la recepcionista tecleaba en el ordenador, Miriam desvió la mirada. Fue entonces cuando los vio.

El tiempo pareció detenerse.
Se le cortó la respiración.
Junto a la tienda de regalos, examinando un expositor de conchas de colores, había dos personas que no podían estar allí. Su hija Pamela y su yerno Frank.

Pero estaban muertos. Murieron en un accidente de automóvil hace cinco años… O eso creía ella.
“¿Señora? La llave de su habitación”, la voz de la recepcionista sonaba distante.
La mano de Miriam salió disparada, tomando la llave sin mirar, mientras sus ojos no se apartaban de la pareja mientras se alejaban de la tienda de regalos y se dirigían a la salida.
“Cuídame las maletas”, gritó Miriam, ya en movimiento. “Ahora vuelvo”.

Cruzó el vestíbulo a toda prisa, luchando con la respiración. Estaba realmente fuera de forma, y la pareja estaba casi en la puerta.
“¡Pamela!”, gritó Miriam. Hasta sus propios oídos percibieron la desesperación.
La mujer se volvió y sus ojos se abrieron de golpe. ¡Era Pamela, sin lugar a dudas!
De repente, agarró a su marido por el brazo y le susurró algo con urgencia. Frank miró hacia atrás y Miriam vio que su rostro se transformaba en una máscara de pánico.